Al comienzo del décimo asalto, King comenzó a detener los ímpetus del otro con zurdazos directos al rostro, y Sandel, cada vez más cauteloso, respondió largando la izquierda, agachándola a continuación y soltando su derecha en un gancho oscilante contra un lado de la cabeza. Era demasiado arriba para ser vitalmente eficaz; pero cuando lo recibió King sintió correrse sobre su mente el viejo y familiar velo negro de la inconsciencia. Al cabo de un instante, o mejor, al cabo de una minúscula fracción de instante, el velo se disipó. En un momento vio a su oponente y al trasfondo de caras blancas que le observaban desvaneciéndose de su campo de visión; en el momento siguiente vio de nuevo a su oponente y al trasfondo de rostros. Era como si hubiera dormido durante un tiempo y acabara de abrir los ojos de nuevo, y sin embargo el intervalo de inconsciencia había sido tan microscópicamente corto que no había tenido tiempo de caerse. La audiencia le vio tambalearse y vio que sus rodillas cedían, pero acto seguido le vio recobrarse y enterrar su barbilla en el refugio de su hombro izquierdo.
Sandel repitió el golpe varias veces, aturdiendo parcialmente a King, pero entonces este último abrió su defensa, que servía también de contraataque. Haciendo un amago con la izquierda, dio medio paso hacia atrás al tiempo que le golpeaba de abajo arriba con toda la fuerza de su diestra. El golpe fue tan preciso que alcanzó a Sandel en pleno rostro, cuando se disponía a agacharse, y Sandel saltó por el aire y se dobló hacia atrás, besando el suelo con la cabeza y los hombros. King repitió este golpe dos veces, pero luego aflojó y empujó a su oponente hasta las cuerdas. No dio a Sandel ninguna oportunidad de descansar o reponerse, sino que le propinó golpe tras golpe hasta que toda la sala se puso en pie y el aire se llenó de una ininterrumpida salva de aplausos. Pero la fortaleza y la capacidad de aguante de Sandel eran soberbias, y logró mantenerse en pie. El K.O. parecía inminente, y un capitán de la policía, conmovido por el terrible castigo, apareció junto al ring para detener el combate. Sonó el gong, indicando el final del asalto, y Sandel se arrastró hasta su esquina, diciendo entre protestas al capitán que estaba sano y fuerte. Para demostrarlo, dio dos volteretas atrás en el aire, y el capitán de policía cedió.
Tom King, apoyado en su esquina y respirando con dificultad, estaba desanimado. Si hubieran detenido el combate, el árbitro le habría declarado por fuerza ganador y la bolsa habría sido suya. A diferencia de Sandel, no combatía por la gloria o por hacer carrera, sino por treinta pavos. Y ahora Sandel se recuperaría en el minuto de descanso. Hoy la juventud estaba sentada en la esquina opuesta. En cuanto a él, ya llevaba peleando media hora, y era viejo. Si hubiera peleado como Sandel, no habría durado ni quince minutos. Pero la cuestión era que él no podía recuperarse. Aquellas arterias en relieve y aquel corazón penosamente zarandeado no le permitirían recuperar fuerzas en los intervalos de los asaltos. Sus piernas le pesaban y comenzaba a tener calambres. Era duro para un viejo ir a boxear sin haber comido suficiente.
0 comentarios