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rutamudejar

Con el gong que abrió el undécimo asalto, Sandel se precipitó contra King, haciendo una demostración de frescura que en realidad no poseía. King lo notó desde el primer momento: era un truco tan viejo como el mismo boxeo. Se abrazó para detener la acometida y, luego, al soltarse, esperó a que Sandel se inmovilizara. Era lo que King deseaba. Hizo una finta con la izquierda, hizo que el otro se agachara para eludir el golpe y le lanzara desde abajo un gancho de revés, y a continuación dio el consabido medio paso hacia atrás, le alcanzó en pleno rostro con un uppercut y consiguió que Sandel se arrugara sobre la lona. Después de esto no le permitió un momento de respiro, recibiendo el mismo castigo, pero inflingiéndole mucho más, lanzando a Sandel contra las cuerdas, propinándole ganchos, evitando que se le abrazara o largándole puñetazos cuando lo intentaba, y, siempre que Sandel estaba a punto de caer, agarrándole con una mano alzada y aplastándole con la otra contra las cuerdas donde no podía caer. Y Tom King, que durante media hora había conservado su fuerza, la dilapidaba ahora pródigamente en el único gran esfuerzo que sabía podía desarrollar. Era su única oportunidad: ahora o nunca. Su fuerza estaba menguando rápidamente, y tenía la esperanza de que podría poner fuera de combate a su oponente. Y mientras seguía golpeando, estimando fríamente el peso de sus golpes y la calidad del daño inflingido, comprendía que difícil era derribar a un hombre tan duro como Sandel.  Tenía un vigor y una resistencia increíbles, pues se trataba del vigor y de la resistencia vírgenes de la juventud. Sandel era ciertamente un hombre con futuro. Lo tenía todo.

Sandel hacía eses y se tambaleaba, pero las piernas de Tom King sufrían calambres y sus nudillos le daban la espalda. Y sin embargo se esforzaba en darle golpes fieros, aun sabiendo que cada uno de ellos llenaba de angustia sus manos torturadas. Aunque ahora no recibía prácticamente ningún castigo, se estaba debilitando tan rápidamente como el otro. Sus golpes daban en el blanco, pero ya no podía cargar todo su peso sobre ellos, y cada golpe era el resultado de un severo esfuerzo de voluntad. Sus piernas le pesaban como el plomo, y las tenía que arrastrar por el suelo visiblemente; al mismo tiempo, los seguidores de Sandel, alentados por este síntoma, comenzaron a dar ánimos a su ídolo.

King hizo un esfuerzo supremo. Lanzó dos golpes sucesivos: un zurdazo, un pelo demasiado alto, al plexo solar, y un directo de derecha a la mandíbula. No fueron unos golpes muy fuertes, pero Sandel estaba tan débil y aturdido, que se desplomó y quedó tendido en el suelo jadeando. El árbitro se le acercó y comenzó a contar los segundos fatales a su oído. Si antes del décimo segundo no se levantaba, había perdido el combate. La sala se puso en pie y enmudeció.

King descansaba sobre sus piernas temblorosas. Le invadía un vértigo mortal, y ante sus ojos el mar de rostros se ondulaba y desvanecía, mientras llegaba a sus oídos, como desde una distancia remota, la cuenta del árbitro. Y sin embargo pensaba que el combate era suyo. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse.

Sólo la juventud podía levantarse, y Sandel se levantó. Al cuarto segundo se dio la vuelta hasta ponerse de cara y extendió la mano ciegamente en busca de las cuerdas. Cuando la cuenta llegó a siete, había conseguido a duras penas incorporarse sobre una rodilla, donde descansaba, con su cabeza dando vueltas sobre sus hombros como si estuviera grogui. Cuando el árbitro gritó ¡Nueve!, Sandel se puso en pie, en correcta posición de defensa, cubriéndose el rostro con el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. De esta forma estaban resguardados sus puntos vitales, y avanzó cabeceando hacia King con la esperanza de abrazarse a él para ganar tiempo.

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