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Jack London

UN PEDAZO DE CARNE - JACK LONDON

Cuando salió de los vestuarios, con sus segundos tras él, y descendió por el pasillo hasta el ring, en el centro de la sala, un estallido de bienvenida y aplausos brotó de la multitud que esperaba. Contestó a los saludos a derecha e izquierda, aunque conocía pocas caras.... Subió ágilmente a la plataforma elevada, se agachó para pasar entre las cuerdas y se fue hasta su esquina, donde se sentó sobre un taburete plegable. Jack Ball, el árbitro, se le acercó y le estrechó la mano. Ball ere un boxeador sonado, King se alegró de tenerlo como árbitro. Ambos eran viejos inútiles. Sabía que si cometía alguna marrullería con Sandel, Ball lo pasaría por alto.

Sandel, joven aspirante de los pesos pesados subió al ring de un salto y fue presentado a la audiencia por el árbitro.

King permanecía sentado, fascinado,.... siempre surgían estos jóvenes en el boxeo, saltando a través de las cuerdas y gritando su desafío, y siempre se hundían las viejas glorias ante ellos....

Los dos hombres avanzaron a su encuentro y, cuando el gong sonó y los segundos saltaron fuera del ring con los taburetes plegables, se dieron la mano y adoptaron inmediatamente sus actitudes de pelea. E inmediatamente, como un mecanismo de acero y muelles equilibrado sobre un disparador velludo, Sandel comenzó a atacar y a retroceder y a atacar de nuevo, soltando la izquierda sobre sus ojos, la derecha sobre las costillas, agachándose para contraatacar, bailando ligeramente para eludir sus golpes.... Era una exhibición deslumbrante, la sala aullaba...pero King no estaba deslumbrado. Era el método de la juventud, derrochando su esplendor y excelencia en una salvaje irrupción y una furiosa acometida, abrumando al contrario con su propia gloria ilimitada de fuerza y deseo.

Sandel estaba dentro y fuera, aquí, allí y en todas partes, con sus pies ligeros y su corazón ávido, como una maravilla viviente de carne blanca y músculos tensos que se constituía en una deslumbrante máquina de ataque, deslizándose y saltando como una lanzadera voladora, de una acción a otra, a lo largo de mil acciones distintas, centradas todas ellas en la destrucción de Tom King, quien se interponía entre él y la fortuna. Y Tom King resistía pacientemente, conocía el negocio.... No había nada que hacer hasta que el otro perdiera algo de su energía, y sonrió cuando se agachó para recibir un fuerte golpe en la parte superior de la cabeza. Era una cosa ruin, pero no estaba en contra de las reglas del boxeo. King recordaba cómo se había roto su primer nudillo en la cabeza del terror de Gales.

El primer asalto se lo adjudicó Sandel.... había abrumado a King con una avalancha de puñetazos, y King no había hecho nada. No le había tocado ni una sola vez, contentándose con cubrirse, parando los golpes, agachándose y abrazándose a su oponente para evitar el castigo.... Sandel debía arrojar la espuma de la juventud, antes de que la discreta vejez se atreviese a reaccionar.

Sentado en su esquina durante el minuto de descanso estaba echado hacia atrás con las piernas extendidas, los brazos reposando sobre el ángulo derecho de las cuerdas, el pecho y el abdomen respirando profundamente a medida que tragaba el aire que producían sus segundos con las toallas....

Sonó el gong y los hombres avanzaron desde sus respectivas esquinas. Sandel recorrió tres cuartas partes de la distancia, ávido de comenzar de nuevo; pero King estaba contento de haber recorrido la distancia más corta.... Fue una repetición del primer asalto, con Sandel atacando como un torbellino y la audiencia preguntándose indignada por qué no luchaba King..... La mayoría de los espectadores gritaba su opinión ofreciendo tres por uno a favor de Sandel. Pero había algunos que conocían al King de los viejos tiempos que cubrían las apuestas, considerando aquello una forma fácil de ganar dinero.

El tercer asalto empezó de la misma forma, unilateralmente, con Sandel dirigiendo la pelea y propinando todo el castigo. Había pasado medio minuto, cuando Sandel, demasiado confiado, se descubrió. Los ojos y el brazo derecho de King relampaguearon al mismo tiempo. Era su primer golpe real –un gancho con el arco del brazo torcido para añadirle rigidez, y cargando sobre él todo el peso de su cuerpo que hacía las veces de pivote. Sandel, alcanzado en un lado de la mandíbula, fue derribado como un buey.... rodó por el suelo e intentó levantarse, pero los gritos agudos de sus segundos le hicieron esperar a que terminara la cuenta. Permaneció arrodillado sobre una rodilla, presto a levantarse, y esperó, mientras el árbitro contaba los segundos.... Cuando el asalto tocaba a su fin, King llevó la lucha a su propia esquina. Y cuando sonó el gong se sentó inmediatamente sobre el taburete, mientras que Sandel tuvo que recorrer en diagonal todo el cuadrilátero para llegar a su esquina. Era una pequeña ganancia, pero lo que contaba era la suma de pequeñas ganancias....

Transcurrieron otros dos asaltos, en los cuáles King dosificó sus esfuerzos y Sandel los prodigó.

En el sexto asalto, Sandel se descuidó de nuevo, y de nuevo la temible derecha de Tom King le fulminó en la mandíbula, y de nuevo Sandel tuvo que esperar a que la cuenta llegara a nueve.... King no se atrevía a golpear a menudo. No olvidaba en ningún momento que sus nudillos estaban descoyuntados, y sabía que cada golpe debía dar en el blanco si quería que sus ligamentos resistieran hasta el final de la pelea....

King utilizó todas las tretas que conocía. Nunca desperdició la oportunidad de abrazarse a su contrario, y, una vez abrazado, oprimía inflexiblemente con su hombro las costillas del otro. En la filosofía del ring, un hombro era tan bueno como un puñetazo, al menos en lo concerniente al daño que se infligía, y mucho mejor en lo concerniente al gasto del esfuerzo. Cuando se abrazaba cargaba su peso sobre su oponente... obligaba a intervenir al árbitro, que los separaba, asistido siempre por Sandel, quien todavía no había aprendido a descansar.... sólo los viejos aficionados apreciaban los toques del guante izquierdo de King en los bíceps de sandel....

La baza principal de King era la experiencia. Como su vitalidad se había oscurecido y su vigor mermado, los había sustituido por la astucia. No sólo había aprendido a no hacer nunca un movimiento superfluo, sino también como seducir al contrario para que dilapidara su fuerza. Una y otra vez, con fintas del pie, de la mano y del cuerpo, siguió engañando a Sandel y obligándole a saltar hacia atrás, a agacharse, a contraatacar. King descansaba, pero no permitía nunca que descansara Sandel. Era la estrategia de la vejez.   

Al comienzo del décimo asalto, King comenzó a detener los ímpetus del otro con zurdazos directos al rostro, y Sandel, cada vez más cauteloso, respondió largando la izquierda, agachándola a continuación y soltando su derecha en un gancho oscilante contra un lado de la cabeza. Era demasiado arriba para ser vitalmente eficaz; pero cuando lo recibió  King sintió correrse sobre su mente el viejo y familiar velo negro de la inconsciencia. Al cabo de un instante, o mejor, al cabo de una minúscula fracción de instante, el velo se disipó. En un momento vio a su oponente y al trasfondo de caras blancas que le observaban desvaneciéndose de su campo de visión; en el momento siguiente vio de nuevo a su oponente y al trasfondo de rostros. Era como si hubiera dormido durante un tiempo y acabara de abrir los ojos de nuevo, y sin embargo el intervalo de inconsciencia había sido tan microscópicamente corto que no había tenido tiempo de caerse. La audiencia le vio tambalearse y vio que sus rodillas cedían, pero acto seguido le vio recobrarse y enterrar su barbilla en el refugio de su hombro izquierdo.

Sandel repitió el golpe varias veces, aturdiendo parcialmente a King, pero entonces este último abrió su defensa, que servía también de contraataque. Haciendo un amago con la izquierda, dio medio paso hacia atrás al tiempo que le golpeaba de abajo arriba con toda la fuerza de su diestra. El golpe fue tan preciso que alcanzó a Sandel en pleno rostro, cuando se disponía a agacharse, y Sandel saltó por el aire y se dobló hacia atrás, besando el suelo con la cabeza y los hombros. King repitió este golpe dos veces, pero luego aflojó y empujó a su oponente hasta las cuerdas. No dio a Sandel ninguna oportunidad de descansar o reponerse, sino que le propinó golpe tras golpe hasta que toda la sala se puso en pie y el aire se llenó de una ininterrumpida salva de aplausos. Pero la fortaleza y la capacidad de aguante de Sandel eran soberbias, y logró mantenerse en pie. El K.O. parecía inminente, y un capitán de la policía, conmovido por el terrible castigo, apareció junto al ring para detener el combate. Sonó el gong, indicando el final del asalto, y Sandel se arrastró hasta su esquina, diciendo entre protestas al capitán que estaba sano y fuerte. Para demostrarlo, dio dos volteretas atrás en el aire, y el capitán de policía cedió.

Tom King, apoyado en su esquina y respirando con dificultad, estaba desanimado. Si hubieran detenido el combate, el árbitro le habría declarado por fuerza ganador y la bolsa habría sido suya. A diferencia de Sandel, no combatía por la gloria o por hacer carrera, sino por treinta pavos. Y ahora Sandel se recuperaría en el minuto de descanso. Hoy la juventud estaba sentada en la esquina opuesta. En cuanto a él, ya llevaba peleando media hora, y era viejo. Si hubiera peleado como Sandel, no habría durado ni quince minutos. Pero la cuestión era que él no podía recuperarse. Aquellas arterias en relieve y aquel corazón penosamente zarandeado no le permitirían recuperar fuerzas en los intervalos de los asaltos. Sus piernas le pesaban y comenzaba a tener calambres. Era duro para un viejo ir a boxear sin haber comido suficiente.

Con el gong que abrió el undécimo asalto, Sandel se precipitó contra King, haciendo una demostración de frescura que en realidad no poseía. King lo notó desde el primer momento: era un truco tan viejo como el mismo boxeo. Se abrazó para detener la acometida y, luego, al soltarse, esperó a que Sandel se inmovilizara. Era lo que King deseaba. Hizo una finta con la izquierda, hizo que el otro se agachara para eludir el golpe y le lanzara desde abajo un gancho de revés, y a continuación dio el consabido medio paso hacia atrás, le alcanzó en pleno rostro con un uppercut y consiguió que Sandel se arrugara sobre la lona. Después de esto no le permitió un momento de respiro, recibiendo el mismo castigo, pero inflingiéndole mucho más, lanzando a Sandel contra las cuerdas, propinándole ganchos, evitando que se le abrazara o largándole puñetazos cuando lo intentaba, y, siempre que Sandel estaba a punto de caer, agarrándole con una mano alzada y aplastándole con la otra contra las cuerdas donde no podía caer. Y Tom King, que durante media hora había conservado su fuerza, la dilapidaba ahora pródigamente en el único gran esfuerzo que sabía podía desarrollar. Era su única oportunidad: ahora o nunca. Su fuerza estaba menguando rápidamente, y tenía la esperanza de que podría poner fuera de combate a su oponente. Y mientras seguía golpeando, estimando fríamente el peso de sus golpes y la calidad del daño inflingido, comprendía que difícil era derribar a un hombre tan duro como Sandel.  Tenía un vigor y una resistencia increíbles, pues se trataba del vigor y de la resistencia vírgenes de la juventud. Sandel era ciertamente un hombre con futuro. Lo tenía todo.

Sandel hacía eses y se tambaleaba, pero las piernas de Tom King sufrían calambres y sus nudillos le daban la espalda. Y sin embargo se esforzaba en darle golpes fieros, aun sabiendo que cada uno de ellos llenaba de angustia sus manos torturadas. Aunque ahora no recibía prácticamente ningún castigo, se estaba debilitando tan rápidamente como el otro. Sus golpes daban en el blanco, pero ya no podía cargar todo su peso sobre ellos, y cada golpe era el resultado de un severo esfuerzo de voluntad. Sus piernas le pesaban como el plomo, y las tenía que arrastrar por el suelo visiblemente; al mismo tiempo, los seguidores de Sandel, alentados por este síntoma, comenzaron a dar ánimos a su ídolo.

King hizo un esfuerzo supremo. Lanzó dos golpes sucesivos: un zurdazo, un pelo demasiado alto, al plexo solar, y un directo de derecha a la mandíbula. No fueron unos golpes muy fuertes, pero Sandel estaba tan débil y aturdido, que se desplomó y quedó tendido en el suelo jadeando. El árbitro se le acercó y comenzó a contar los segundos fatales a su oído. Si antes del décimo segundo no se levantaba, había perdido el combate. La sala se puso en pie y enmudeció.

King descansaba sobre sus piernas temblorosas. Le invadía un vértigo mortal, y ante sus ojos el mar de rostros se ondulaba y desvanecía, mientras llegaba a sus oídos, como desde una distancia remota, la cuenta del árbitro. Y sin embargo pensaba que el combate era suyo. Era imposible que un hombre tan castigado pudiera levantarse.

Sólo la juventud podía levantarse, y Sandel se levantó. Al cuarto segundo se dio la vuelta hasta ponerse de cara y extendió la mano ciegamente en busca de las cuerdas. Cuando la cuenta llegó a siete, había conseguido a duras penas incorporarse sobre una rodilla, donde descansaba, con su cabeza dando vueltas sobre sus hombros como si estuviera grogui. Cuando el árbitro gritó ¡Nueve!, Sandel se puso en pie, en correcta posición de defensa, cubriéndose el rostro con el brazo izquierdo y el estómago con el derecho. De esta forma estaban resguardados sus puntos vitales, y avanzó cabeceando hacia King con la esperanza de abrazarse a él para ganar tiempo.

En el instante en que Sandel se levantó, King se abalanzó sobre él, pero los dos golpes que largó se apagaron en los brazos de Sandel. Acto seguido Sandel se le había abrazado y se agarraba desesperadamente, al tiempo que el árbitro pugnaba por separar a los dos hombres. King contribuyó a liberarse del otro. Conocía la rapidez de recuperación de la juventud y sabía que si podía impedir esa recuperación, Sandel era suyo. Bastaría con un buen directo. Sandel salió tambaleándose del abrazo, columpiándose en la cuerda floja entre la derrota y la supervivencia. Un buen golpe le haría caer para no levantarse nunca más. Y Tom King puso sus nervios en tensión, pero el golpe no resultó ni lo bastante fuerte, ni lo bastante rápido. Sandel se tambaleó pero no llegó a caerse, retrocediendo hasta las cuerdas para agarrarse. King se arrastró hacia él, y, con un dolor horrible, lanzó otro golpe. Pero su cuerpo le había abandonado. Todo lo que quedaba de él era una inteligencia luchadora oscurecida y ofuscada por el agotamiento. El golpe, dirigido a la mandíbula, alcanzó a Sandel en el hombro. Había deseado colocar el golpe más arriba, pero los músculos cansados no habían podido obedecer. Y, debido al impacto del golpe, el propio Tom King se tambaleó hacia atrás y casi cayó al suelo. Lo intentó de nuevo. Pero esta vez su directo se perdió en el vacío, y, de absoluta debilidad, cayó sobre Sandel y se le abrazó, agarrándose fuertemente a él para no desplomarse sobre la lona.

King no hizo nada por descolgarse. Había disparado su último cartucho. Estaba acabado. En el propio abrazo sintió que Sandel recobraba las fuerzas paulatinamente. Cuando el árbitro los separó, vio allí, ante sus ojos, recuperarse a la juventud. Sandel recobraba las fuerzas por momentos. Sus directos, débiles y mal dirigidos al principio, se tornaron fuertes y ajustados. Los ojos nublados de King vieron al puño aproximarse a su mandíbula, e intentó parar el golpe interponiendo su brazo. Vio el peligro, quiso hacer eso, pero el brazo era demasiado pesado. Parecía que hubieran puesto sobre él cien kilos de plomo. El brazo no podía levantarse por sí mismo, e intentó levantarlo con su alma. Pero entonces el puño enguantado le alcanzó. Experimentó un agudo estallido que era como una descarga eléctrica, y simultáneamente el velo de la oscuridad se tendió sobre él.

Cuando abrió los ojos estaba en su esquina y oía los gritos de la audiencia como el rugido del oleaje. Le habían aplicado una esponja mojada a la base de su cerebro, y Sid Sullivan le rociaba con agua fresca la cara y el pecho. Le habían sacado ya los guantes, y Sandel, inclinado sobre él, le estrechaba la mano. No guardaba ningún rencor al hombre que le había puesto fuera de combate, y devolvió el saludo con tanta cordialidad que se resintieron sus nudillos.

JACK LONDON

JACK LONDON

Marinero, buscador de oro, boxeador, desempleado, vagabundo... su vida marginal y sus convicciones políticas de socialista revolucionario le llevaron a la cárcel. La fuerza narrativa de sus relatos se debe sobre todo a su biografía rebelde e inconformista. La llamada de lo salvaje, Colmillo Blanco o El Mexicano son buenos exponentes de su estilo directo, casi cinematográfico.

JACK LONDON - COLMILLO BLANCO

El lobo adormecido.

Fue por aquella época cuando los periódicos dedicaron mucho espacio a la huida de un convicto de la cárcel de San Quintín. Se trataba de un hombre muy violento. La deformidad había protagonizado su creación. No había nacido bien y las manos de la sociedad, que le habían modelado, no le habían ayudado. Las manos de la sociedad eran toscas y aquel hombre era una muestra sorprendente de aquella obra.

Era una bestia, una bestia humana, desde luego, pero nunca una bestia había sido más justamente calificada de carnívora que él.

En la cárcel de san Quintín había demostrado ser incorregible. El castigo no había conseguido quebrar su espíritu. Podía morir completamente loco y luchar hasta el fin, pero no podía morir y ser golpeado. Cuanto más ferozmente luchaba, con más dureza le trataba la sociedad, y el único efecto de aquella severidad era convertirle en una criatura más feroz. Las camisas de fuerza, la inanición, los golpes y las palizas eran tratamientos equivocados para Jim Hall; sin embargo, eran los que recibía. Eran los que había recibido desde los tiempos en que era un chaval en un barrio de San Francisco; barro blando en manos de la sociedad, preparado para recibir la forma.

Fue durante el tercer período de Jim Hall en la prisión cuando se enfrentó a un guardia que era casi tan brutal como él. El guardia le trató de forma injusta, mintió contra él al alcaide, y Jim perdió su reputación y fue perseguido. La diferencia entre ellos era que el guardia llevaba un manojo de llaves y un revólver. Jim Hall tenía tan sólo sus manos vacías y sus dientes. Pero un día se abalanzó contra el guardia y utilizó sus dientes para clavárselos en la garganta como un animal de la selva.

Después de aquello, Jim Hall fue trasladado a la celda de los incorregibles. Vivió en ella durante tres años. La celda era de acero, suelo paredes y tejado. Jamás la abandonaba. Jamás veía el cielo o la luz del sol. El día era una penumbra y la noche un negro silencio. Se encontraba en una tumba de acero, enterrado vivo. No veía cosa humana. Cuando le pasaban el alimento, gruñía como un animal salvaje. Odiaba a todo el mundo. Durante noches y días bramaba su cólera contra el universo entero; durante semanas y meses jamás emitió un sonido, royendo su propia alma en silencio. Era un hombre y una monstruosidad, tan temible como las más temibles visiones de un cerebro enloquecido.

Y entonces, una noche se escapó. El alcaide dijo que era imposible y, sin embargo, la celda estaba vacía y en la puerta yacía el cuerpo sin vida de un guardián. Dos guardias más muertos fueron el rastro que dejó a través de la prisión hasta los muros exteriores; los mató con sus manos para no hacer ruido.

Estaba pertrechado con las armas de los guardias asesinados, por lo que se convirtió en unos instantes en un arsenal viviente que huía atravesando colinas, perseguido por el organizado poder de la sociedad. Su cabeza valía una importante suma de oro. Los avariciosos granjeros salían a cazarle con sus revólveres. Su sangre podría cancelar una hipoteca o enviar a sus hijos a la universidad. Los ciudadanos con sentido comunitario tomaron sus rifles y salieron en su busca. Una jauría de sabuesos siguió el rastro de sus pies. Y los detectives de la policía, los asalariados de la sociedad encargados de protegerla, con teléfono y telégrafo y un tren especial, se unieron a su búsqueda noche y día.

Algunas veces le pisaban los talones y los hombres se enfrentaban a él como héroes, o atravesaban decididos las alambradas para que la comunidad, que seguía los acontecimientos desde la mesa del desayuno, disfrutara. Era después de aquellos encuentros cuando los muertos y los heridos eran trasladados a las ciudades y sus lugares ocupados por voluntarios entusiastas de la caza del hombre.

Y entonces, Jim Hall desapareció. Los sabuesos buscaban en vano el rastro perdido. Los inofensivos granjeros de remotos valles eran detenidos por los hombres armados y obligados a identificarse; los restos de Jim Hall fueron descubiertos en una docena de sitios cercanos a las montañas por aquellos avarientos, deseosos de dinero manchado de sangre.