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JACK LONDON - COLMILLO BLANCO

El lobo adormecido.

Fue por aquella época cuando los periódicos dedicaron mucho espacio a la huida de un convicto de la cárcel de San Quintín. Se trataba de un hombre muy violento. La deformidad había protagonizado su creación. No había nacido bien y las manos de la sociedad, que le habían modelado, no le habían ayudado. Las manos de la sociedad eran toscas y aquel hombre era una muestra sorprendente de aquella obra.

Era una bestia, una bestia humana, desde luego, pero nunca una bestia había sido más justamente calificada de carnívora que él.

En la cárcel de san Quintín había demostrado ser incorregible. El castigo no había conseguido quebrar su espíritu. Podía morir completamente loco y luchar hasta el fin, pero no podía morir y ser golpeado. Cuanto más ferozmente luchaba, con más dureza le trataba la sociedad, y el único efecto de aquella severidad era convertirle en una criatura más feroz. Las camisas de fuerza, la inanición, los golpes y las palizas eran tratamientos equivocados para Jim Hall; sin embargo, eran los que recibía. Eran los que había recibido desde los tiempos en que era un chaval en un barrio de San Francisco; barro blando en manos de la sociedad, preparado para recibir la forma.

Fue durante el tercer período de Jim Hall en la prisión cuando se enfrentó a un guardia que era casi tan brutal como él. El guardia le trató de forma injusta, mintió contra él al alcaide, y Jim perdió su reputación y fue perseguido. La diferencia entre ellos era que el guardia llevaba un manojo de llaves y un revólver. Jim Hall tenía tan sólo sus manos vacías y sus dientes. Pero un día se abalanzó contra el guardia y utilizó sus dientes para clavárselos en la garganta como un animal de la selva.

Después de aquello, Jim Hall fue trasladado a la celda de los incorregibles. Vivió en ella durante tres años. La celda era de acero, suelo paredes y tejado. Jamás la abandonaba. Jamás veía el cielo o la luz del sol. El día era una penumbra y la noche un negro silencio. Se encontraba en una tumba de acero, enterrado vivo. No veía cosa humana. Cuando le pasaban el alimento, gruñía como un animal salvaje. Odiaba a todo el mundo. Durante noches y días bramaba su cólera contra el universo entero; durante semanas y meses jamás emitió un sonido, royendo su propia alma en silencio. Era un hombre y una monstruosidad, tan temible como las más temibles visiones de un cerebro enloquecido.

Y entonces, una noche se escapó. El alcaide dijo que era imposible y, sin embargo, la celda estaba vacía y en la puerta yacía el cuerpo sin vida de un guardián. Dos guardias más muertos fueron el rastro que dejó a través de la prisión hasta los muros exteriores; los mató con sus manos para no hacer ruido.

Estaba pertrechado con las armas de los guardias asesinados, por lo que se convirtió en unos instantes en un arsenal viviente que huía atravesando colinas, perseguido por el organizado poder de la sociedad. Su cabeza valía una importante suma de oro. Los avariciosos granjeros salían a cazarle con sus revólveres. Su sangre podría cancelar una hipoteca o enviar a sus hijos a la universidad. Los ciudadanos con sentido comunitario tomaron sus rifles y salieron en su busca. Una jauría de sabuesos siguió el rastro de sus pies. Y los detectives de la policía, los asalariados de la sociedad encargados de protegerla, con teléfono y telégrafo y un tren especial, se unieron a su búsqueda noche y día.

Algunas veces le pisaban los talones y los hombres se enfrentaban a él como héroes, o atravesaban decididos las alambradas para que la comunidad, que seguía los acontecimientos desde la mesa del desayuno, disfrutara. Era después de aquellos encuentros cuando los muertos y los heridos eran trasladados a las ciudades y sus lugares ocupados por voluntarios entusiastas de la caza del hombre.

Y entonces, Jim Hall desapareció. Los sabuesos buscaban en vano el rastro perdido. Los inofensivos granjeros de remotos valles eran detenidos por los hombres armados y obligados a identificarse; los restos de Jim Hall fueron descubiertos en una docena de sitios cercanos a las montañas por aquellos avarientos, deseosos de dinero manchado de sangre.

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